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¿Quiénes pueden entender las Escrituras?

01/11/2019

En las reflexiones anteriores hemos hablado acerca de la autoridad de las Sagradas Escrituras en la iglesia. Hemos descrito también unas corrientes teológicas que cuestionan esa autoridad. Ahora tenemos que ocuparnos todavía con una objeción. Algunos dicen: «Pero el sentido de las Escrituras no es claro. Existen tantas interpretaciones diferentes.»

El que dice esto, se da la apariencia de reconocer las Escrituras como palabra de Dios; sin embargo, evade su autoridad con el argumento de que Dios no haya hablado con suficiente claridad. O sea, pone en duda la capacidad de Dios de comunicarse claramente.

Pero el viento y el mar comprendieron muy bien lo que Jesús les dijo, y se callaron a su orden (Marcos 4:39). Aun los demonios comprendieron lo que Jesús les ordenaba, y salieron cuando Él los reprendía (Mateo 8:16, 17:18, Marcos 1:34). Nunca se les ocurrió que las palabras del Señor podrían interpretarse de otra manera. Solamente nosotros los humanos parecemos ser extrañamente torpes para comprender la palabra de Dios. ¿A qué se debe esto? ¿Somos acaso menos inteligentes que el viento y el mar?

Creo que mas bien el problema es que los humanos somos los únicos que buscamos pretextos para no obedecer a Dios. Somos creados con la capacidad de decidir; de responder a Dios con Sí o con No. Y somos creados con la capacidad de razonar; pero por naturaleza, esta capacidad de razonamiento está al servicio del pecado, mientras no está redimida por Jesucristo y mientras no la ponemos conscientemente al servicio de Dios. Por eso, muchas «interpretaciones» de las Escrituras en realidad no son interpretaciones; son pretextos intelectuales para no obedecer a Dios.

Pablo nos advierte acerca de las «disputas y peleas de palabras, las que producen envidia, rivalidad, difamaciones, suposiciones malignas, fricciones …» (1 Timoteo 6:4; vea también 2 Timoteo 2:23, Tito 3:9). Esta clase de disputas surgen «de hombres con la mente corrompida y despojados de la verdad, que suponen [equivocadamente] que el temor a Dios sea un medio para ganar dinero.» (1 Timoteo 6:5). O sea, muchas interpretaciones equivocadas y divisivas se originan cuando uno se acerca a las Escrituras con una motivación equivocada. El problema no es intelectual; no es que las Escrituras fueran tan «enigmáticas». Pero diversos líderes y teólogos usan la Biblia en primer lugar para defender sus propios intereses, en vez de preocuparse por los intereses de Dios. De allí surgieron las muchas interpretaciones y tradiciones confesionales que sirven más que todo para apoyar a la jerarquía de la confesión respectiva.

Por ejemplo, los líderes de poderosas organizaciones religiosas tienen un interés de mantener su poder; entonces favorecen interpretaciones que defienden estructuras jerárquicas y autoritarias, y los «oficios» y las organigramas de su propia organización. Otros tienen un interés financiero; entonces favorecen interpretaciones como el diezmo obligatorio o el «evangelio de la prosperidad». Aun congregaciones que enfatizan su apego a la Biblia, a menudo la utilizan para defender su propia manera de «como siempre lo hemos hecho». Pero eso no es culpa de la Biblia ni de Dios. Se pueden evitar estos problemas, si estamos dispuestos a aceptar humildemente la revelación de Dios, aun donde contradice nuestras propias ideas o intereses.

Otras diferencias de interpretación surgen del deseo del hombre de saber más de lo que Dios quiso revelarnos. Cierto, algunos aspectos de las Escrituras son difíciles de entender, porque hablan de cosas celestiales, mientras que nosotros somos terrenales. Si los profetas en sus visiones vieron cosas celestiales que no se pueden comparar con nada de lo que existe en la tierra, y que no se pueden expresar adecuadamente con palabras terrenales, es claro que no podemos «comprenderlo» en el sentido de «analizar y explicar de manera racional». ¿Pero acaso este hecho resta autoridad a las instrucciones claras y comprensibles que Dios nos hizo llegar a través de los mismos profetas?

Respetar la autoridad de las Sagradas Escrituras implica también respetar que Dios decidió guardar silencio acerca de ciertas cosas. Por ejemplo, si Él no quiso revelarnos explícitamente qué significan los cuatro seres vivos que están junto a Su trono, entonces no nos corresponde inventar interpretaciones y disputar contra quienes tienen otra interpretación, y después decir que «no podemos tomar las Escrituras como norma porque no se pueden comprender». Mas bien nos corresponde reconocer que los pensamientos de Dios son más altos que nuestros pensamientos, tanto como los cielos son más altos que la tierra (Isaías 55:8-9) – y éste es a su vez un pasaje bien comprensible.

Lo mismo aplica a ciertos aspectos de la persona de Dios, o de Sus designios al gobernar los asuntos de este mundo. Por ejemplo, Dios nos ha revelado que Él es soberano y todopoderoso, y que Él ha determinado con anticipación todo lo que va a pasar en nuestra vida y en el mundo. (Salmo 33:10-11, 139:16, Isaías 44:24-28, Romanos 8:29-30, 9:10-18, y otros.) Él también nos ha revelado que nosotros somos responsables de elegir correctamente entre el bien y el mal, entre la voluntad de Dios y el pecado, y que Él nos va a juzgar según nuestras palabras, decisiones y actos. (Deuteronomio 30:15-20, Ezequiel cap.18, Mateo 12:36-37, 2 Corintios 5:10, y otros.)
Pero Dios no nos ha revelado cómo puede reconciliarse Su soberanía y predestinación con nuestra responsabilidad de decidir; o cómo puede Él determinar con anticipación los eventos que surgen de nuestras propias decisiones libres. Nuestra mente limitada ve una contradicción entre estos dos conceptos, y así se han establecido diversos sistemas teológicos y se han librado incontables disputas acerca de estos temas de la predestinación divina y el libre albedrío del hombre. Todo eso por el deseo de descubrir, explicar o «sistematizar», mediante artificios de interpretación, los designios escondidos de Dios que son demasiado sublimes para encajar en nuestra mente humana.

Ante tales asuntos nos conviene aplicar las palabras de David:

«Señor, no se ha envanecido mi corazón, ni mis ojos se enaltecieron;
ni anduve en grandezas, ni en cosas para mí demasiado sublimes.
En verdad que me he comportado y he acallado mi alma,
como un niño destetado de su madre.
Como un niño destetado está mi alma.»
(Salmo 131:1-2)

Pero la misma palabra de Dios nos informa también acerca de las condiciones para entenderla correctamente:

«¿Dónde hay una persona educada? ¿Dónde hay un erudito [de la palabra]? ¿Dónde hay un disputador de este aión? ¿No ha entontecido Dios la educación de este mundo? Dios, en su sabiduría, hizo que el mundo por medio de su educación no reconociera a Dios; y por eso le pareció bien a Dios salvar a los que creen/confían mediante la tontería del anuncio. Nosotros anunciamos a Cristo crucificado; pero puesto que los judíos piden señales y los griegos buscan educación, este mensaje es un tropiezo para los judíos y una tontería para los griegos. Pero para los mismos elegidos, tanto judíos como griegos, anunciamos a Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios.»
«Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene desde Dios, para que sepamos lo que Dios nos regaló. Esto hablamos también, no en palabras aprendidas de la educación humana, sino en palabras aprendidas del Espíritu Santo, combinando las cosas espirituales para hombres espirituales. Pero el hombre psíquico no acepta lo que es del Espíritu de Dios; porque es tontería para él y no puede llegar a conocerlo, porque hay que examinarlo espiritualmente. El hombre espiritual examina todo, pero él mismo no es examinado por nadie. Porque ‘¿quién conoció la mente del Señor; quién le aclaró algo?’ – Pero nosotros tenemos la mente de Cristo.»
(1 Corintios 1:20-24, 2:12-16)

Entonces, para entender la palabra de Dios, en primer lugar es necesario tener el Espíritu de Dios y «la mente de Cristo». Y para eso es necesario ser «crucificado con Cristo y resucitado con Cristo» (Romanos 6:4-6, Gálatas 2:20, 6:14); es necesario «negarse a sí mismo y tomar su cruz» (Mateo 16:24-25); es necesario renunciar a todos los intereses propios y a todo orgullo intelectual o eclesiástico, y humillarme ante Cristo y reconocer que toda mi sabiduría y toda mi educación no es nada ante Dios, y que yo necesito ser enseñado por Él. Y en las personas que tienen la mente de Cristo, se cumple entonces lo que dice Juan:

«Pero la unción que ustedes recibieron de él permanece en ustedes, y no tienen necesidad de que alguien les enseñe; sino como la unción misma les enseña acerca de todo y es veraz y no es mentira, y así como les enseñó, permanezcan en él.» (1 Juan 2:27)

La unción que cada cristiano verdadero recibió, es el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña a cada cristiano verdadero, y así la comprensión de las Escrituras ya no es cosa misteriosa. Esta es de hecho la esencia del Nuevo Pacto, como fue prometido ya en el Antiguo Testamento:

«Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Daré mi ley en sus entrañas, y la escribiré en sus corazones; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: ‘Conoce al Señor’; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice el Señor; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.»
(Jeremías 31:33-34)

Notamos bien que estas promesas se dirigen al entero pueblo de Dios, a los que son verdaderamente de Él. En ninguna parte habla el Nuevo Testamento de una necesidad adicional de un «magisterio autoritativo» después de los apóstoles originales, que tuviera promesas adicionales como p.ej. infalibilidad.
Hay muchos (aun evangélicos) que dicen: «Pero necesitamos que alguien nos interprete la Biblia de manera autoritativa, para mantener la continuidad y unidad doctrinal, para que no nos desviemos.» Eso implica confiar más en las enseñanzas de hombres falibles, que en las palabras infalibles de Dios. Implica también negar la promesa de Dios, de que Su unción enseña a cada cristiano verdadero. Quien habla así, testifica que él mismo no ha recibido la unción de Dios que es el Espíritu Santo, y que no cree que puede recibirla; ya que quiere hacerse dependiente de otros que interpreten la Biblia por él. Pero «si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, éste no es de él» (Romanos 8:9).

– Es cierto que existen también unos principios intelectuales de una interpretación sana de la Biblia, que pueden servir de ayuda, como son por ejemplo:

– La Biblia se interpreta a sí misma. Por tanto, si el significado de una palabra o expresión no está clara, no hay que buscar enseguida explicaciones afuera de la Biblia o especular por nuestra cuenta; hay que buscar primero otros pasajes bíblicos que echan más luz sobre esa palabra o expresión.
– La Biblia entera fue inspirada por el mismo Espíritu Santo. Por tanto, su interpretación debe basarse sobre la confianza de que la Biblia es veraz y que no se contradice a sí misma.
– La Biblia fue escrita para revelar la voluntad de Dios, no para oscurecerla. (Deuteronomio 30:11-14, Isaías 45:19.) Por tanto podemos asumir que normalmente la interpretación más literal y natural de un pasaje es la más acertada; excepto si el contexto sugiere algo distinto. (Tales excepciones serían por ejemplo las visiones proféticas, las parábolas, y los pasajes poéticos.)
– Para la interpretación de todo pasaje se debe tomar en cuenta el contexto: ¿Quién habla a quién? ¿Cuál es el tema principal del pasaje? ¿En qué circunstancias se hablaron estas palabras? Etc.
– El Nuevo Testamento es el fin y cumplimiento del Antiguo. Por tanto, el Antiguo Testamento debe interpretarse a la luz del Nuevo, y no al revés.
– El centro de las Escrituras es Jesucristo. Por tanto, toda interpretación debe tomar en cuenta a Cristo y Su obra de salvación. Esto excluye por ejemplo las interpretaciones legalistas («Tienes que someterte a nuestros mandamientos»), como también las fatalistas («Somos pecadores y no podemos evitar seguir pecando …»), y varias otras.

Principios como estos pueden ayudar a llegar a conclusiones correctas, y pueden guardarnos de ciertas interpretaciones erróneas. Pero más importante que eso es tener la mente de Cristo, estar en sintonía con Dios, y vivir en obediencia hacia Él.
Efectivamente, cuánto más vivimos nuestra vida en entrega a Él, más crecerá nuestra habilidad de comprender las Escrituras. La carta a los Hebreos reprocha a sus destinatarios que no alcanzaron una comprensión suficiente de las Escrituras, no por falta de estudio intelectual o enseñanza, ni porque las Escrituras fueran difíciles de entender, sino porque ellos descuidaron la práctica de hacer el bien. El que persevera en practicar el bien, con el tiempo tendrá «los sentidos entrenados para distinguir», y entonces tendrá mejor comprensión de las Escrituras:

«Acerca de esto tenemos muchas palabras que decir y nos es difícil explicarlo, porque ustedes se volvieron perezosos de los oídos. Porque según el tiempo ya deberían ser maestros, pero otra vez tienen necesidad de que se les enseñe los elementos del principio de los dichos de Dios, y nuevamente necesitan leche y no alimento sólido. Porque todo el que participa de leche es inexperimentado en la palabra de la justicia, porque es un infante. Pero para los perfectos es el alimento sólido, para los que por medio de la práctica tienen los sentidos entrenados para distinguir entre lo bueno y lo malo.» (Hebreos 5:11-14)

En conclusión, donde hay dificultad de entender las Escrituras, la dificultad está en nosotros, no en las Escrituras. Una iglesia del Nuevo Testamento que consiste en «personas del Nuevo Testamento», crecerá en la comprensión de las Escrituras por su práctica de vivir en obediencia hacia Dios, de hacer el bien y desechar el mal. Aun si existe todavía la necesidad de crecimiento en este sentido, eso no es ninguna razón para cuestionar la autoridad de las Escrituras sobre la vida y la práctica de los cristianos. Ni mucho menos es razón para reclamar una autoridad adicional aparte de las Escrituras. Una tal autoridad se ejercería por humanos con las mismas necesidades de crecimiento como los demás, y por tanto no podrían hablar con verdadera autoridad. Todo cristiano, desde el recién convertido hasta el más maduro, necesita la corrección que viene desde las Escrituras. Siempre habrá suficientes pasajes bien entendibles de las Escrituras que nos pueden dar esta corrección. Pienso que el escritor Mark Twain (quien personalmente no se identificó como cristiano) dio en el blanco cuando dijo:
«No entiendo por qué tanta gente dice que tienen problemas con pasajes de las Escrituras que no comprenden. Yo tengo mucho más problemas con aquellos pasajes que comprendo muy bien.»